Aspecto de las provincias revolucionadas de América [1]. Continuación del texto iniciado en Tomo I, Nº 29, Jueves 27 de Agosto de 1812

 

 

 

El estado y sucesos de las restantes provincias son bien conocidos. Fáltanos ver cuál será la suerte del género humano en esta parte del mundo bajo el pabellón de la libertad nacional, y si los altos designios de las provincias serán coronados por la fortuna.


La emancipación americana es el objeto más risueño que se presenta a la imaginación. Se olvidan las antiguas desgracias; se consuela la filosofía y la humanidad. Se cree que el ruido que hacen nuestras cadenas al despedazarse convoca al seno de la patria a todos los desgraciados del mundo; que ella va a hacerse la morada de la paz imperturbable, donde no hay tiranos ni pasiones devastadoras; que va a ser el asilo de los talentos y de las luces; que en ella la sabiduría y justicia de las leyes serán el garante de la felicidad pública. Sin duda los tres reinos de la naturaleza, aún intactos y que provocan a la industria, inmensos terrenos que repartir y que poblar, su feracidad, lo salubre y vario de sus climas, le prometen una población incalculable. Una inmensa cultura, lo precioso de sus producciones, la provocan a un comercio vastísimo. La reunión de estas ventajas le aseguran un gran poder. Talentos delicados en unas regiones, profundos en otras, hombres allí penetrantes, aquí reflexivos, aquí firmes y vigorosos, allí extraordinariamente sensibles, la lisonjean con el imperio de las ciencias y las artes. La naturaleza, nueva y rica, pone en las manos del hombre todos los elementos de la felicidad. ¿Pero estos dones del cielo, estas ventajas preciosas, son bastantes por sí para hacer al hombre venturoso? No. Sólo es feliz el hombre libre; y sólo es libre bajo una constitución liberal y unas leyes sabias y equitativas. Poco importa la libertad nacional si no se une con la libertad civil. ¡Cuántos pueblos gimen bajo un yugo de bronce, aunque forman estados independientes! La libertad debe rodear al hombre bajo la garantía de la ley; la libertad debe penetrarlo o extenderse hasta su alma. La libertad debe, de parte del Estado, asegurar a todos los ciudadanos una gran consideración y dignidad. Debe ser una cualidad inapreciable la ciudadanía; ha de ser una dignidad el ser ciudadano. Eslo en efecto entre las naciones libres y generosas. La historia nos ofrece grandes ejemplos del respeto y consideración que el Estado debe a cada uno de sus miembros; pero estos ejemplos sólo se hallan entre las más ilustres y valerosas naciones de la tierra, y sólo entre los pueblos libres se conoce lo que es, y lo que vale un ciudadano. Se sabe cual era la perplejidad en que se hallaba toda la república de Esparta cuando había que castigar a un ciudadano culpable. En Macedonia la vida de un hombre era una cosa de tal importancia que Alejandro, en medio de toda su grandeza y poderío, no se atrevió a condenar a muerte a un criminal sin que el culpado compareciese para defenderse ante sus conciudadanos y fuese sentenciado por ellos. Los Romanos se distinguieron, sobre todos los pueblos del mundo, por la atención escrupulosa de las autoridades en respetar y conservar inviolables los derechos de todos los individuos de la república. Allí nada había más respetable que la vida de un simple ciudadano: para condenar a uno se necesitaba convocar toda la asamblea del pueblo. La majestad del Senado, la autoridad de los cónsules, estaban en esta parte muy terminadas por la ley. Todo respiraba dentro de Roma, y en sus ejércitos aquel respeto por el nombre romano, que exaltaba su valor, y lo sostenía en los peligros. De aquí ese amor a la patria, ese interés por su gloria, que hicieron a Roma la señora del mundo.


Concluyamos, pues, que la libertad civil es tan necesaria como la libertad nacional al pueblo americano. Esta doble libertad, semejante a las blandas influencias de los cielos, restituirá al corazón el vigor primitivo, disipará la indolencia, y comunicará actividad a un pueblo a quien la naturaleza y la fortuna abren un campo tan amplio para la gloria. Mucho le falta, mucho tiene que emprender y que crear; los elementos, pues, de una eterna fama están comprendidos en la muchedumbre de sus necesidades. De aquí es que las actuales circunstancias de la América exigen genios creadores, y convidan con un renombre eterno a sus gobiernos y a sus hombres de Estado. ¡Cuánto hay que hacer!, ¡Sobre qué objeto fijaremos la vista, que no nos pida un establecimiento! Las ciencias piden escuelas, institutos, bibliotecas, observatorios, laboratorios, museos; las artes piden academias; la industria sociedades, maestros, premios; el mar ofrece un ramo precioso en la pesca y aceite. Pedro el Grande no tuvo más cosas que crear. A los ministerios más activos de Europa no se ofrecieron jamás tantos objetos reunidos: fundar un rico comercio sobre una inmensa cultura e industria, establecer ciudades en llanuras tan vastas como fértiles, atraer habitantes útiles, propagar máximas desconocidas, y aún la urbanidad y el gusto por la educación, los libros, los papeles, los teatros; establecer leyes y costumbres sobre la base eterna de la razón y la equidad natural... Éste es el único medio de elevar provincias oscuras a la dignidad de naciones; y el interés nacional exige que obras tan grandes y tan arduas se emprendan a un mismo tiempo. Las naciones forman la gran sociedad del mundo, como los ciudadanos forman las sociedades civiles. Hay opinión pública, hay crédito, hay fama para los estados, como la hay para los particulares. Sin este crédito, sin esta opinión, no hay protección, no hay alianzas, en especial para los estados nacientes.


¿Estos nuevos estados tendrán duración y consistencia? Vivan, y por la sabiduría, la actividad y las virtudes, conserven su vida política. Los estados nacen por su independencia. La independencia extrae a los pueblos del seno de la oscuridad, los coloca en la escena del mundo para que, o por las virtudes y los talentos sean gloriosos e inmortales, o por sus propios vicios vuelvan a la nada de que salieron.


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[1] Nota en el título. Véase tomo I, Número 29, Jueves 27 de Agosto de 1812 (N del E).
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