Del patriotismo, o del amor de la patria. Disgresiones en torno al patriotismo

 

 

 

En las grandes revoluciones, en las crisis violentas de los estados, cuando, o los amenaza una ignominiosa servidumbre, o los halaga la fortuna con la esperanza de la libertad, se descubre en todo su brillo el amor de la patria, y produce milagros de magnanimidad y fortaleza. Si entonces es cuando se descubren los héroes, es porque el patriotismo los anima. Este sentimiento tierno y vivo, que reúne la fuerza del amor propio a toda la belleza de la virtud, le da tal energía que viene a ser la más heroica de las pasiones. Este fue el principio de esas acciones inmortales que admiramos en los pueblos ilustres; este fue el móvil de aquellos generales, de aquellos magistrados, cuyas antiguas virtudes resucitan en las repúblicas nacientes. Los hombres corrompidos por el interés, miran a estos prodigios como fábulas; así los transportes de los corazones tiernos parecen quimeras a las almas insensibles. El amor de la patria es el más enérgico y delicioso de todos los sentimientos; su ardor es siempre sublime, y se aviva y aumenta en medio de las contradicciones. Ya no existía la majestad del pueblo romano, pero Roma vivía siempre en el alma de Catón. Él combate por la libertad y por las leyes con los conquistadores del mundo, y perece bajo las ruinas de la libertad, cuando no existe la patria a quien servía.


Mas si las grandes conmociones políticas manifiestan virtudes extraordinarias, suelen también descubrir vicios horribles, un desnaturalizado egoísmo, un vil interés, que forman monstruos abominables.  La revolución americana ha visto estos seres odiosos, escándalo del mundo. Ellos desean que lluevan todas las calamidades sobre el suelo americano en que nacieron: ellos extendieron una mano sacrílega a sus opresores, aplaudieron sus planes sanguinarios, y se entristecieron cuando los vieron frustrados. Quiméricas esperanzas sofocaron en ellos los sentimientos más dulces de la naturaleza. Una ansia insensata de honores les impidió conocer que se cubrían de infamia. ¡Ciegos! ¿lloráis por las cadenas, por la servidumbre ignominiosa, por la miseria inseparable de un estado colonial?, ¿Echáis menos la soberbia insultante de los magistrados antiguos, la rapacidad, concusiones, e incapacidad de tantos funcionarios?, ¿Os horrorizáis de ver a vuestros compatriotas ocupando la primera magistratura?, ¿No deseáis que vuestros hijos sean llamados a los empleos públicos?, ¿Suspiráis por el antiguo monopolio, y por las trabas del comercio y de la industria? Pero la pluma rehusa proseguir asunto tan ingrato.


Si el amor de la patria no es tan general como se deseara, es en consecuencia de la antigua opresión.  Ninguno tenía patria, porque a ninguno dejaba de oprimir, y porque no se interesaba en la dicha de ningún ciudadano. Para que los ciudadanos amen la patria, o digamos mejor, para que haya patria y ciudadanos, es preciso que ella sea una madre tierna y solícita de todos; que los bienes de que gozan en su país se lo haga amable; que todos tengan alguna parte, alguna influencia en la administración de los negocios públicos, para que no se consideren como extranjeros, y para que las leyes sean a sus ojos los garantes de la libertad civil. Pero lo que es aún más necesario, lo que es más difícil de existir fuera de las repúblicas, es una integridad severa en hacer justicia a todos, y en proteger al débil contra la tiranía del rico. Si la debilidad no está siempre protegida por la fuerza pública, resulta un estado sumamente infeliz, y que induce la indiferencia por el bien común; entonces los individuos sufren el peso del estado civil, sin gozar de las ventajas del de la naturaleza, donde podían emplear su fuerza física pera defenderse.


En el afecto de los hombres, la patria se confunde e identifica con su gobierno. Se ama a la patria cuando se ama y estima a la suprema magistratura que la preside, porque de la administración pública emanan los bienes y los males del Estado. De aquí es que en hacerse amar ha consistido siempre lo sublime de la política. El genio superior, el talento de la magistratura, posee la magia de dominar las voluntades y de extender su amable imperio sobre los corazones. La autoridad del magistrado que es amado de los pueblos, es mil veces más absoluta que toda la tiranía de los déspotas. Pero este arte no consiste en disimular, ni tolerar vicios ni crímenes, sino en promover la prosperidad pública y en usar del poder con justicia. La historia nos presenta a cada página magistrados perdidos por la ambición y la pusilanimidad, y jamás por la justicia y la moderación. Pero la moderación no debe confundirse nunca con la negligencia, ni la dulzura con la debilidad. Para ser justo, es necesario ser severo; sufrir los atentados es hacerse culpable, librar a la sociedad de las maquinaciones de los perversos es beneficencia. Sicuti est aliquando misericordia puniens, ita est crudelitas parcens [7].


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[7] San Agustín. Epist. 54.